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Manuel Romero delante del edificio de la Ciudad de la Justicia de Madrid, convertido en morgue durante la primera oleada de la pandemia cedida
«Bajé a las salas donde había cámaras frigoríficas con víctimas de la covid»

«Bajé a las salas donde había cámaras frigoríficas con víctimas de la covid»

Durante un mes, Manuel suministró comidas en la Ciudad de la Justicia de Madrid a los funcionarios que trabajaban allí y vio estampas muy duras a causa de la pandemia

Domingo, 24 de enero 2021, 19:22

Manuel Romero es vecino de Zalamea de la Serena, aunque actualmente tiene su residencia en Alcobendas. Cuando comenzó el Estado de Alarma, se ofreció para ayudar a quien lo necesitase. Como agradecimiento a la labor realizada en el inicio de la pandemia de la Covid-19, el Ayuntamiento de Alcobendas (Madrid) le entregó uno de los Reconocimientos a la Solidaridad coincidiendo con la celebración del Día de la Constitución.

- ¿Qué le empujó a ofrecer su ayuda cuando comenzó el Estado de Alarma?

-Cuando el presidente del Gobierno anunció el 13 de marzo la declaración del Estado de Alarma, deduje que miles de personas quedarían desasistidas por el confinamiento, y con muy mal tiempo. Soy una persona activa y me ofrecí al ayuntamiento de Alcobendas para cocinar en casa y suministrar las comidas necesarias para servicios sociales o fuerzas de seguridad o mantenimiento que lo necesitara y para quienes, en aquellas circunstancias, era muy difícil de conseguir alimentos ya que bares y restaurantes se cerraban, los supermercados estaban desabastecidos, el transporte público en mínimos esenciales y los desplazamientos privados, prohibidos.

-¿Pensó directamente en la opción de ofrecerse voluntario para hacer comidas para quienes lo necesitaran o barajó otras posibilidades?

-Pensé que había que proporcionar lo más básico: no soy médico ni enfermero y lo que mejor podía hacer con los dos empleados que tengo en casa era cocinar para donde se necesitara y entregarlo donde hiciera falta, especialmente si era en la zona norte de Madrid, que es donde vivo.

-Unas semanas después de realizar su llamada a protección civil, recibió una llamada del 112. ¿Qué le pidieron exactamente? ¿Cómo se sintió en esos momentos?

-El alcalde de Alcobendas y la concejala de Servicios Sociales remitieron todos los ofrecimientos, incluido el mío, a Protección Civil, que registraron mi disponibilidad. Cuando creía que se habían olvidado, el 30 de marzo, en el pico de fallecimientos de la pandemia de la Covid-19, me llamaron del 112 para preguntarme si podía inmediatamente empezar a suministrar comidas en la Ciudad de la Justicia de Valdebebas, a 10 kilómetros de mi casa. En un primer momento no fui consciente de que mi cometido iba a ser llevar la comida al depósito de cadáveres que se había instalado en un edificio sin acabar, cercano al aeropuerto de Barajas y que por su forma exterior le llaman 'Donut'. Cuando el Palacio de Hielo se quedó pequeño para depositar cadáveres, la Comunidad de Madrid recurrió a este nuevo edificio, que tenía instalaciones de Anatómico Forense, construido hace años, pero que no se llegó a poner en marcha por motivos judiciales. Además, está al lado de IFEMA, del aeropuerto y de la M-40, accesible a todos los hospitales. Un destacamento del Ejército, de la UME, puso en funcionamiento el edificio y a las pocas horas llegaron los funcionarios voluntarios de la Consejería de Justicia de la Comunidad de Madrid para gestionar la entrada y salida de féretros con cadáveres, el transporte a crematorios y cementerios, contactos telefónicos con familiares y otras muchas labores que en aquellos momentos eran fundamentales, ya que en los primeros días de abril se alcanzaron en España picos de más de 900 muertos diarios. Mientras que el Ejército disponía de la intendencia que les suministraba las comidas, los funcionarios carecían de ella. Y ese fue mi cometido: llevar diariamente a los funcionarios voluntarios del depósito de cadáveres de Valdebebas el almuerzo y la cena y un kit básico de desayuno. Dos viajes diarios.

- ¿Fue fácil la organización para que todo saliera perfectamente?

-Después de recibir la llamada del 112, me telefoneó la viceconsejera de Justicia de la Comunidad de Madrid, Yolanda Ibarrola de la Fuente, a quien no conocía y me dijo que aquellos funcionarios estaban haciendo labores de manera voluntaria y sin límite de horas y que se necesitarían las comidas «hasta el final». Quería decir que mi compromiso debía ser total, durara lo que durara, como así fue. Me envió por correo electrónico un salvoconducto firmado por ella que permitía moverme a los supermercados y al propio depósito de cadáveres. De hecho, me sirvió para poder aprovisionarme de más pan del que estaba permitido comprar, ya que no podía ir todos los días, y lo congelaba, agua mineral y carros de comida. Prácticamente no había ningún coche en el trayecto, de 10 kilómetros. Había muchos controles policiales y en una ocasión, me pararon cerca de Valdebebas para preguntarme cuál era el motivo por el que estaba por esa zona. Cuando vieron el papel, sin tocarlo, y de dónde venía, el policía se cuadró marcialmente. Nunca olvidaré aquel momento, yo parado dentro del coche en medio de una avenida de un descampado desértico y encharcado por la lluvia que caía, sólo lleno de conejos que había salido por la falta de humanos, con un policía de casi dos metros, cuadrado y saludando con la mano en la sien, mientras teníamos de fondo el edificio del depósito de cadáveres repleto de muertos, me pareció un mundo diferente. Me conmovió su humildad al cuadrarse. Me quedé atónito, consciente de que él también sabía que en ese edificio a mi espalda había centenares de muertos y nosotros, ambos tras la mascarilla, éramos lo más vivo varios kilómetros a la redonda. Tal vez creyó que yo era militar. No importa, estábamos haciendo lo que nos correspondía.

-¿Cuáles fueron las sensaciones al llegar el primer día con la comida a la morgue de la Ciudad de la Justicia? ¿Cómo le recibieron allí?

-La entrega la hacía en el exterior del edificio en los primeros días. Pero poco después el vigilante de seguridad me dijo que tardarían en salir a recogerme la comida porque «habían llegado los bomberos». Pensé que estaban resolviendo alguna inundación en los sótanos, porque estaban al final de la rampa de entrada a la planta inferior. Pero lo que hacían era descargar decenas de féretros de fallecidos, cuyos cadáveres habían sacado de sus casas echando puertas abajo o entrando por las ventanas desde cestas y plataforma de rescate porque vivía solos y los vecinos habían dado el aviso. Parece que eso era frecuente porque los viajes eran casi diarios. Ese día estaban descargando casi veinte féretros. Como pasaba el tiempo y las comidas en tupers, se enfriaban, entré y entregué los almuerzos en el interior del 'Donut', pasando junto a ellos. A partir de ese día entraba directamente, tomando todas las precauciones. Había una veintena de miembros de la UME, chicas y chicos jóvenes y sus mandos, con los monos blancos trasladando féretros y el equipo de funcionarios, en su mayoría mujeres, haciendo trabajos de registros en archivadores y ordenadores en una oficina improvisada. Las comidas las depositaba sobre una camilla sanitaria que hacía la función de mesa.

-¿Durante cuánto tiempo hizo ese trabajo?

-Empecé el mismo 30 de marzo y terminé el 30 de abril, cuando el Ejército había abandonado ya las instalaciones y los funcionarios voluntarios solo acudían a horas puntuales que ellos establecía para la llegada de vehículos fúnebres. Por allí pasaron en ese mes más de 650 féretros, de los que medio centenar todavía estaban allí en mayo dentro de las cámaras porque no había nadie que reclamara sus cuerpos ni existía contacto con personas que se responsabilizaran de su incineración o enterramiento. Semanas después, con el inicio de la construcción del que ya es el hospital estable de epidemiologia, el Isabel Zendal, se evacuaron a aquellos fallecidos y se les dio enterramiento o incineración. Al final, hice unos 1.200 kilómetros en todo abril. Aquellas comidas el momento más alegre de día para el equipo.

-¿Qué impresión le daba ver las calles tan vacías de Madrid?

-En ese trasiego diario, que el que muchos días llovía, mi impresión era de desolación. Mientras iba y volvía por calles y avenidas vacías, sólo se cruzaban conejos. Las noticias en la radio eran desoladoras, como ahora, sólo que entonces estábamos en el principio y el confinamiento provocaba situaciones novedosas. Yo aprovechaba que tenía que llevar las cenas a las 20.30 para coincidir a las 8 por las zonas de bloques poblados para ver cómo todo el mundo salía a dar el aplauso. Era el momento más emocionante del día. Aquello era un bálsamo. Porque minutos después yo bajaba por la rampa que era un barrizal de tanto coche fúnebre que iba principalmente a primera hora de la mañana y pasaba junto a las descargas de féretros y el apilamiento de cajas almacenadas. Dejaba en silencio la comida y me iba. No había más conversación que el saludo, una breve explicación de la comida que llevaba y el «buen provecho». Tras las mascarillas éramos todos anónimos.

- En uno de los viajes para llevar la comida a aquellos trabajadores, pudo ver la situación que se vivía allí, ¿Cómo describiría aquella imagen ante sus ojos de ver tantos féretros juntos?

- A finales de abril ya teníamos algo más de contacto personal e intercambio de palabras. Fue cuando averiguaron que yo ni tenía restaurante, ni era cocinero, ni tampoco era un repartidor de catering, sino voluntario como ellos. Me preguntaron si quería bajar a las salas de refrigeración. Les dije que estaba dispuesto a bajar y fui acompañado y en silencio por las instalaciones de centenares de cámaras frigoríficas numeradas. Fue un momento de profunda reflexión. Porque, aunque aquellas personas habían estado solas en ese momento, antes de partir al cementerio o a la incineradora, siempre hubo un miembro del Ejército o un funcionario de la Comunidad de Madrid que, antes de que su cuerpo saliera hacia el cementerio, habían sido despedidos por su nombre, inscrito en una carpeta transparente con el resto de sus datos, pegado sobre la caja.

-¿Considera que aquellos momentos tan inéditos que se vivieron durante marzo y abril sacó lo mejor de las personas?

-Aquel mes siempre se quedará en el recuerdo de quienes lo vivimos de cerca, y de los millones de personas que aguantaron dentro de sus casas, en silencio y soportando el aislamiento más absoluto. Aquello nos ha hecho más fuertes, más resistentes a la adversidad. Comprobamos que los seres humanos podemos contribuir a hacernos la vida más fácil, menos dolorosa, más feliz. Pero la pandemia no ha acabado. De hecho, las cifras son peores que entonces, y lo que es peor, mucha gente le ha perdido el respeto al riesgo al contagio. Debemos mantener todas las precauciones: distancia, mascarilla, higiene, cuarentena, vigilancia de nuestros cuerpos ante cualquier síntoma, etcétera. No hemos acabado, la vacuna no es la solución completa, seguimos expuestos a contagiarnos o a contagiar y no podemos anteponer las celebraciones y las copas en los bares o en fiestas en casa a nuestra obligación como seres humanos de preservar la salud de nosotros como individuos y como especie. La libertad no es acodarse una hora en la barra de un bar. La libertad está para movernos por y para actividades esenciales, vitales. Y esta situación debe mantenerse hasta que la pandemia esté resuelta sanitariamente. Claro que existe el riego de la economía. Pero la salud va por delante. Si no, no tendremos ni una cosa ni otra: ni economía ni salud.

-¿Qué le aportó esa experiencia a nivel personal? ¿Qué aprendizaje diría que sacó de ello?

-En situaciones de peligro, el ser humano vuelve a sus esencias: sobrevivir, proteger a los suyos, y reflexionar sobre lo que se ha hecho mal para haber llegado hasta aquí. Yo he cambiado respecto a mi visión del consumo, de lo que es importante en la vida. También sobre nuestro trato a la Tierra, a la Naturaleza, con un mayor compromiso con el medioambiente. Si sobreexplotamos la Tierra, entramos en conflicto con la misma, con nuestro hábitat, y sucede que, por equilibrio natural, las otras especies se defienden, surgiendo virus donde no los había, y nosotros esparciéndolos en pocos días por todo el mundo. Creemos que toda la superficie de la Tierra, con sus mares, está a nuestra disposición: desde las selvas amazónicas a las cumbres del Himalaya. No podemos patear todo el mundo por el hecho de que podamos hacerlo, con medios de transporte con los que se accede a lugares a los que el ser humano no ha llegado hasta hace pocas décadas. Tenemos que convivir humildemente con la Naturaleza o la Naturaleza nos aplastará, como ha hecho con un minúsculo virus.

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